El judío Melquíades, con un cuento sobre tres anillos, elude un peligro que Saladino le aprestaba.
Saladino, cuyo valor fue tal que le elevó de hombre pequeño a soldán de Babilonia, haciendose obtener muchas victorias sobre sarracenos y cristianos, había en diversas guerras y muchísimas magnéficencias , consumido su teroso; y haciéndole falta una buena cantidad de dinero y no viendo de dónde sacarla tan prestamente como la necesitaba, acudiole a la memoria un judío llamado Melquíades, que pretaba con usura en Alejandría. Pero era tan avaro que por voluntad propia nunca habría prestado a Saladino, y este no quería forzarle. Mas, apretandole la necesidad, aplicose por entero a hallar el modo de que el judío le sirviese, y resolvióse a hacerle fuerza, aunque coloreandola de alguna apariencia de razón. Y, habiéndole hecho llamar y recibiéndole familiarmente, mandole sentar y le dijo:
- Hombre de pro, por muchas personas he sabído que eres muy sabio y muy entendedor en las cosas de Dios; y por ello me pacería saber de tí cual de las tres religiones reputas mejor; la sarracena, la judía o la cristiana.
El judío, que era, en efecto, sabio, comprendió bien que Saladino quería atraparle en lo que dijese para buscarle alguna dificultad, y también pensó que, si loaba alguna de las tres religiones más que las otras, Saladino advertiría su intención. Y como necesitaba respuesta en que no pudieran cogerle, aguzó el ingenio y a poco, ocurriendosele lo que dicer debía, manifesto:
- Señor, buena es la pregunta que me habeis hecho, y para deciros lo que siento, me convendrá contaros y haceros oir un cuentecillo. Si no yerro, recuerdo muchas veces haber oído hablar de que un hombre poderoso y rico tenía entre las más preciosas joyas de su tesoro un anillo valioso y bellísimo. Y queriendo honrarlo por su valor y belleza y dejarlo perpetuamente a sus descendientes, ordenó que aquel de sus hijos a quien después de muerto él, se le encortara el anillo, fuese tenido por su heredero y por todos, como mayor, fuera reverenciado y honrado. Aquel a quien el anillo se legó tomó igual medida con sus descendientes, obrando como lo hiciera su predecesor. Y, en resolución, el anillo paso de mano en mano a muchos sucesores, my ultimamente a las de uno que tenía tres hijos virtuosos y buenos y muy obedientes a su padre, por lo que este amaba, a los tres por igual. Y los mancebos, conocedores de la historia del anillo y deseando cada uno ser más honrado entre los suyos, rogaban todos a su padre, que era viejo ya, que cuando mueriese, aquella joya le dejase. El buen hombre, que a todos amaba lo mismo, no sabía a quien elegir para legarsela y, habiendola prometido a todos, quiso satisfacer a los tres. Asi, secretamente encargo a un artifice que hiciera dos anillos tan semejantes al primero que el mismo, que los encargara, apenas sabía distinguir el verdadero. Y, a punto de muerte, y en secreto, dió uno a cada uno de sus hijos. Estos, tras la muerte del padre, quisieron todos adquirir la herencia y el honor y, negandoselos uno al otro, los tres, en testimonio de su derecho, sacaron sus respectivos anillos. Y hallaronlos tan parecidos entre sí, que no se podía conocer cual fuese el verdadero, por lo que la cuestión de cual debía se el verdadero heredero del padre, quedó en suspenso, y aun en suspenso está. Y por eso os digo, señor, que respecto a esta cuestión que me propusisteis sobre las tres leyes dadas a los tres pueblos por Dios, su padre, he de contestaros que cada uno tiene su hencia y su verdadera ley, cuyos mandamientos se cree obligado a cumplir, pero, como en los anillos, aun sigue en suspenso la cuestión.
Saladino comprendió cuan perfectamente había escapado aquel hombre de la trampa que a los pies le había tendido, y resolvió exponerle abietamente su necesidad y ver si quería servirle. Y así lo hizo, explicandole lo que en su ánimo se había propuesto hacer si discretamente no le hubiera su colocutor respondido. El judío ofreció libremente servir a Saladino en lo que este hubiera menester, y Saladino, más adelante, pagole integramente, además de lo cual le colmó de grandísimos dones y siempre por amigo le tuvo.
El Decameron. Giovanni Boccaccio. Día uno, Narración tercera.
lunes, 7 de abril de 2008
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